En otras ocasiones he escrito sobre la importancia
de marcarnos objetivos, de tener un lugar al que llegar y en función de ello
ponernos pequeñas metas que nos dirijan a ese lugar manteniendo el paso firme,
con ilusión y optimismo. Además he argumentado que el simple hecho de saber a
dónde vamos es un motor importante de motivación que nos hace superar los
momentos amargos que podamos encontrar en el camino.
En general tenemos objetivos a lo largo de nuestra
vida, a veces impuestos por nosotros mismos, otras veces porque parece que “es
lo que debo hacer” pero es al fin y al cabo un modo de seguir día a día
poniendo lo mejor de nosotros mismos para llegar a un destino concreto. Recuerdo
cuando empecé a estudiar la carrera de Psicología que tenía muy claro mi
objetivo, finalizar los cinco años de la misma y adquirir conocimientos para
hacer de ello después una profesión. Una vez que iba llegando el final me daba
cuenta que tenía otro objetivo y era especializarme en algo más concreto,
haciendo prácticas, estudiando un posgrado,… Del mismo modo ocurre con las
relaciones personales, empiezas una relación con una persona con la cual tienes
afinidad, te vas conociendo y vas afianzando la relación, en este caso con
objetivos compartidos que te van llevando a dar pasos hacia delante. A veces
los objetivos de esa pareja son opuestos y se rompe ese vínculo pero, si se
mantienen esos objetivos conjuntos, siempre hay pasos a dar en pareja. Como
esto se os ocurrirán muchos ejemplos de objetivos que nos van marcando los
actos que llevemos a cabo día a día.
Pero ¿qué ocurre si llegamos a un punto en el que
eres consciente que no tienes un lugar claro al que pretendes llegar en un
momento dado? La sensación que te invade es de “estar a la deriva”, de repente
no ves un horizonte más allá de tu día a día, tienes la sensación de estar en
un cruce de caminos pero rodeado de una espesa niebla que no te permite ver
hacia dónde poder dirigir tus pasos. En un primer momento la sensación es
negativa, de incertidumbre, te invade cierto miedo y vértigo. Estás habituado a
saber hacia dónde quieres ir, lo que quieres conseguir, a tener cierto control
sobre las circunstancias que te rodean y sin embargo, en ese momento, todo es
difuso. Es entonces cuando respiras, asumes tuya esa nueva situación que hasta
el momento te resultaba ajena y despiertas de un pequeño letargo que te hace
ver efectivamente que vas sin rumbo, dejándote llevar por todo lo que te rodea.
Cuestionas cada una de las cosas que te suceden, te deshaces de ciertos “fantasmas”
que te encadenan y tomas esa situación como una etapa más en tu vida que te va
a llevar a experimentar nuevas situaciones o vivencias tanto positivas como
negativas.
Mi reflexión positiva de este momento concreto es
que puedes disfrutar de una sensación de libertad, de dejarte sorprender cada
día por lo que te va sucediendo, sin pensar o analizar hacia dónde se van a
dirigir tus pasos. Existen momentos de soledad que a veces son difíciles pero
otras son una oportunidad de descubrirte. Te planteas que lo importante es disfrutar
y saborear cada instante y que ese tiempo a la deriva puede ser clave para
dejar que entren cosas en tu vida a las que en otra época no les habrías
abierto la puerta. Tomas ese tiempo para pensar qué te hace feliz y qué cosas
impiden que estés bien para poder tomar la decisión de realmente qué vas a
hacer en adelante para que tu vida sea la que realmente quieres vivir.
Como para mí la música muchas veces describe los estados de ánimo mejor que mis propias palabras os dejo esta canción de un grupo que no escucho habitualmente pero es el favorito de mi amiga María y gracias a eso he vivido momentos maravillosos con ella. (La deriva – Vetusta Morla).
Que paséis una feliz semana!
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